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algunes de les coses que em ballen pel paraigua

dissabte, 15 de setembre del 2012

bistrot


     Quedé muy satisfecho del artículo. Cuando se publicó, el 22 de febrero de 1999, exactamente sesenta años después de la muerte de Machado en Collioure, exactamente sesenta años y veintidós días después del fusilamiento de Sánchez Mazas en el Collell (pero la fecha exacta del fusilamiento sólo la conocí más tarde), me felicitaron en la redacción. En los días que siguieron recibí tres cartas; para mi sorpresa -nunca fui un articulista polémico, de esos cuyos nombres menudean en la sección de cartas al director, y nada invitaba a pensar que unos hechos acaecidos sesenta años atrás pudieran afectar demasiado a nadie- las tres se referían al artículo. La primera, que imaginé redactada por un estudiante de filología en la universidad, me reprochaba haber insinuado en mi artículo (cosa que yo no creía haber hecho, o más bien no creía haber hecho del todo) que, si Antonio Machado se hubiera hallado en el Burgos sublevado de julio del 36, se hubiera puesto del lado franquista. La segunda era más dura; estaba escrita por un hombre lo bastante mayor para haber vivido la guerra. Con jerga inconfundible, me acusaba de «revisionismo», porque el interrogante del último párrafo, el que seguía a la cita de Jaime Gil («¿Termina mal?»), sugería de forma apenas velada que la historia de España termina bien, cosa a su juicio rigurosamente falsa. «Termina bien para los que ganaron la guerra», decía. «Pero mal para los que la perdimos. Nadie ha tenido ni siquiera el gesto de agradecernos que lucháramos por la libertad. En todos los pueblos hay monumentos que conmemoran a los muertos de la guerra. ¿En cuántos de ellos ha visto usted que por lo menos figuren los nombres de los dos bandos?» El texto acababa de esta forma: «¡Y una gran mierda para la Transición! Atentamente: Mateu Recasens».
     La tercera carta era la más interesante. La firmaba un tal Miquel Aguirre. Aguirre era historiador y, según decía, llevaba varios años estudiando lo ocurrido durante la guerra civil en la comarca de Banyoles. Entre otras cosas, su carta daba cuenta de un hecho que en aquel momento me pareció asombroso: Sánchez Mazas no había sido el único superviviente del fusilamiento del Collell; un hombre llamado Jesús Pascual Aguilar también había escapado con vida. Más aún: al parecer, Pascual había referido el episodio en un libro titulado Yo fui asesinado por los rojos. «Me temo que el libro es casi inencontrable», concluía Aguirre, con inconfundible petulancia de erudito. «Pero, si le interesa, yo tengo un ejemplar a su disposición.» Al final de la carta Aguirre había anotado sus señas y un número de teléfono.
     Llamé de inmediato a Aguirre. Después de algunos malentendidos, de los que deduje que trabajaba en alguna empresa u organismo público, conseguí hablar con él. Le pregunté si tenía información acerca de los fusilamientos del Collell; me dijo que sí. Le pregunté si seguía en pie la oferta de prestarme el libro de Pascual; me dijo que sí. Le pregunté si le apetecía que comiéramos juntos; me dijo que vivía en Banyoles, pero que cada jueves venía a Gerona para grabar un programa de radio. 
    -Podemos quedar el jueves - dijo.
     Estábamos a viernes y, con el fin de ahorrarme una semana de impaciencia, a punto estuve de proponerle que nos viéramos esa misma tarde, en Banyoles.
Terrassa del café Le Bistrot de Girona
     -De acuerdo -dije, sin embargo. Y en ese momento recordé a Ferlosio, con su aire inocente de gurú y sus ojos ferozmente alegres, hablando de su padre en la terraza del Bistrot. Pregunté-:¿Quedamos en el Bistrot?
     El Bistrot es un bar del casco antiguo, de aspecto vagamente modernista, con sus mesas de mármol y hierro forjado, sus ventiladores de aspas, sus grandes espejos y sus balcones saturados de flores y abiertos a la escalinata que sube hacia la plaza de Sant Doménech. El jueves, mucho antes de la hora acordada con Aguirre, ya estaba yo sentado a un velador del Bistrot, con una cerveza en la mano; a mi alrededor hervían las conversaciones de los profesores de la Facultad de Letras, que suelen comer allí. Mientras hojeaba una revista pensé que, al citarnos para esa comida, ni a Aguirre ni a mí se nos había ocurrido que, puesto que ninguno de los dos conocía al otro, alguno debía llevar una señal identificatoria, y ya estaba empezando a esforzarme en imaginar cómo sería Aguirre, con la sola ayuda de la voz que una semana atrás había oído al teléfono, cuando se detuvo ante mi mesa un individuo bajo, cuadrado y moreno, con gafas, con una carpeta roja bajo el brazo; una barba de tres días y una perilla de malvado parecían comerle la cara. Por alguna razón yo esperaba que Aguirre fuera un anciano calmoso y profesoral, y no el individuo jovencísimo y de aire resacoso (o quizás excéntrico) que tenía ante mí. Como no decía nada, le pregunté si él era él. Me dijo que sí. Luego me preguntó si yo era yo. Le dije que sí. Nos reímos. Cuando vino la camarera, Aguirre pidió arroz a la cazuela y un entrecot al roquefort; yo pedí una ensalada y conejo. Mientras esperábamos la comida Aguirre me dijo que me había reconocido por la foto de la contraportada de uno de mis libros, que había leído hacía tiempo. Superado el primer espasmo de vanidad, rencorosamente comenté:
     -¿Ah, fuiste tú?
     -No entiendo.
     Me vi obligado a aclarar:
     -Era una broma.
     Yo estaba deseoso de entrar en materia, pero, porque no quería parecer descortés o demasiado interesado, le pregunté por el programa de radio. Aguirre soltó una risotada nerviosa, que desnudó sus dientes: blancos y desiguales.
    -Se supone que es un programa de humor, pero en realidad es una gilipollez. Yo interpreto a un comisario fascista que se llama Antonio Gargallo y que redacta informes sobre los entrevistados. La verdad: creo que me estoy enamorando de él. Naturalmente, de todo esto en el ayuntamiento no saben nada.
     -¿Trabajas en el ayuntamiento de Banyoles?
     Aguirre asintió, entre avergonzado y pesaroso.
      -De secretario del alcalde -dijo-. Otra gilipollez. El alcalde es un amigote, me lo pidió y no supe negarme. Pero en cuanto acabe esta legislatura me largo. Desde hacía poco tiempo el ayuntamiento de Banyoles estaba en manos de un equipo de gente muy joven, de Esquerra Republicana de Catalunya, el partido nacionalista radical. Aguirre dijo:
     -No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que un país civilizado es aquel en que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la política.
    Acusé el «usted», pero no me descompuse, sino que me lancé sobre el cable que me tendía Aguirre y lo cogí al vuelo:
     -Exactamente lo contrario de lo que pasaba en el 36.
     -Ni más ni menos.
    Trajeron la ensalada y el arroz. Aguirre señaló la carpeta roja.
    -Le he fotocopiado el libro de Pascual.
    -¿Conoces bien lo que pasó en el Collell?
     -Bien no -dijo-. Fue un episodio confuso. 
    Mientras engullía grandes bocados de arroz empuja dos por vasos de tinto, Aguirre me habló, como si considerara indispensable ponerme en antecedentes, de los primeros días de la guerra en la comarca de Banyoles: del fracaso previsible del golpe de Estado, de la revolución consiguiente, del salvajismo sin control de los comités, de la quema masiva de iglesias y la masacre de religiosos. 
     -Aunque ya no esté de moda, yo sigo siendo anticlerical; pero aquello fue una locura colectiva -apostilló-. Claro que es fácil encontrar las causas que la explican, pero también es fácil encontrar las causas que explican el nazismo... Algunos historiadores nacionalistas insinúan que los que quemaban iglesias y mataban curas eran gente de fuera, inmigrantes y así. Mentira: eran de aquí, y tres años después más de uno recibió a los nacionales dando vivas. Claro que, si preguntas, nadie estaba allí cuando pegaban fuego a las iglesias. Pero eso es otro tema. Lo que me jode son esos nacionalistas que todavía andan por ahí intentando vender la pamema de que esto fue una guerra entre castellanos y catalanes, una película de buenos y malos.
     -Creí que eras nacionalista.
     Aguirre dejó de comer.
     -Yo no soy nacionalista -dijo-. Soy independentista.
     -¿Y qué diferencia hay entre las dos cosas?
     -El nacionalismo es una ideología -explicó, endureciendo un poco la voz, como si le molestara tener que aclarar lo obvio-. Nefasta a mi juicio. El independentismo es sólo una posibilidad. Como es una creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo no se puede discutir; sobre el independentismo sí. A usted le puede parecer razonable o no. A mí me lo parece.

Javier Cercas, Soldados de Salamina, Tusquets Editores, 2001


1 comentari:

  1. Fa anys , quan estudiava a Girona , anava sovint al Bistrot . Penso qua va ser una bona època; amb els anys he anat veien que vivíem en una feliç bombolla carregada d' il.lusions i ingenuïtat , que poc ens va servir per a preparar-nos per la vida moderna ; malgrat tot , en tinc un bon record . Els records també passaven pel Bistrot i L' Angelot , recentment desaparegut : hi feien els millors entrepants vegetals que he tastat mai . La de campanes que vàrem fer allà . . . . . .

    En acabar la carrera universitària la bombolla es va rebentar per la crisi del socialisme de Felipe Gonzalez . Va arribar l' Aznar . Varen ser anys indecisos i agredolços , per si entràvem o no al nostre torn en el món laboral .
    Amb posterioritat vaig conèixer al Sr. Cercas i al Sr. Aguirre . El primer , diuen que bon escriptor , el segón , puc assegurar que no era el seu devindre vital ( ho va encaixar malament quan li ho vaig dir ).

    És curiós observar la vaga superioritat de les persones que volen dedicar-se a l' art noble de les lletres i la cultura .

    Desde el meu àtic , desde on sento les campanes de la Catedral de Girona , hi penso sovint , no amb certa tristesa i ironia . Per res del món voldria sortir en un llibre , ni que fos en una nota a peu de plana .

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