Quedé
muy satisfecho del artículo. Cuando se publicó, el 22 de febrero de
1999, exactamente sesenta años después de la muerte de Machado en
Collioure, exactamente sesenta años y veintidós días después del
fusilamiento de Sánchez Mazas en el Collell (pero la fecha exacta
del fusilamiento sólo la conocí más tarde), me felicitaron en la
redacción. En los días que siguieron recibí tres cartas; para mi
sorpresa -nunca fui un articulista polémico, de esos cuyos nombres
menudean en la sección de cartas al director, y nada invitaba a
pensar que unos hechos acaecidos sesenta años atrás pudieran
afectar demasiado a nadie- las tres se referían al artículo. La
primera, que imaginé redactada por un estudiante de filología en la
universidad, me reprochaba haber insinuado en mi artículo (cosa que
yo no creía haber hecho, o más bien no creía haber hecho del todo)
que, si Antonio Machado se hubiera hallado en el Burgos sublevado de
julio del 36, se hubiera puesto del lado franquista. La segunda era
más dura; estaba escrita por un hombre lo bastante mayor para haber
vivido la guerra. Con jerga inconfundible, me acusaba de
«revisionismo», porque el interrogante del último párrafo, el que
seguía a la cita de Jaime Gil («¿Termina mal?»), sugería de
forma apenas velada que la historia de España termina bien, cosa a
su juicio rigurosamente falsa. «Termina bien para los que ganaron la
guerra», decía. «Pero mal para los que la perdimos. Nadie ha
tenido ni siquiera el gesto de agradecernos que lucháramos por la
libertad. En todos los pueblos hay monumentos que conmemoran a los
muertos de la guerra. ¿En cuántos de ellos ha visto usted que por
lo menos figuren los nombres de los dos bandos?» El texto acababa de
esta forma: «¡Y una gran mierda para la Transición! Atentamente:
Mateu Recasens».
La
tercera carta era la más interesante. La firmaba un tal Miquel
Aguirre. Aguirre era historiador y, según decía, llevaba varios
años estudiando lo ocurrido durante la guerra civil en la comarca de
Banyoles. Entre otras cosas, su carta daba cuenta de un hecho que en
aquel momento me pareció asombroso: Sánchez Mazas no había sido el
único superviviente del fusilamiento del Collell; un hombre llamado
Jesús Pascual Aguilar también había escapado con vida. Más aún:
al parecer, Pascual había referido el episodio en un libro titulado
Yo fui asesinado por los rojos. «Me temo que el libro es casi
inencontrable», concluía Aguirre, con inconfundible petulancia de
erudito. «Pero, si le interesa, yo tengo un ejemplar a su
disposición.» Al final de la carta Aguirre había anotado sus señas
y un número de teléfono.
Llamé
de inmediato a Aguirre. Después de algunos malentendidos, de los que
deduje que trabajaba en alguna empresa u organismo público, conseguí
hablar con él. Le pregunté si tenía información acerca de los
fusilamientos del Collell; me dijo que sí. Le pregunté si seguía
en pie la oferta de prestarme el libro de Pascual; me dijo que sí.
Le pregunté si le apetecía que comiéramos juntos; me dijo que
vivía en Banyoles, pero que cada jueves venía a Gerona para grabar
un programa de radio.
-Podemos quedar el
jueves - dijo.
Estábamos
a viernes y, con el fin de ahorrarme una semana de impaciencia, a
punto estuve de proponerle que nos viéramos esa misma tarde, en
Banyoles.
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Terrassa del café Le Bistrot de Girona |
-De acuerdo -dije, sin embargo. Y en ese momento recordé a
Ferlosio, con su aire inocente de gurú y sus ojos ferozmente
alegres, hablando de su padre en la terraza del Bistrot.
Pregunté-:¿Quedamos en el Bistrot?
El
Bistrot
es un bar del casco antiguo, de aspecto vagamente modernista, con sus
mesas de mármol y hierro forjado, sus ventiladores de aspas, sus
grandes espejos y sus balcones saturados de flores y abiertos a la
escalinata que sube hacia la plaza de Sant Doménech. El jueves,
mucho antes de la hora acordada con Aguirre, ya estaba yo sentado a
un velador del Bistrot, con una cerveza en la mano; a mi alrededor
hervían las conversaciones de los profesores de la Facultad de
Letras, que suelen comer allí. Mientras hojeaba una revista pensé
que, al citarnos para esa comida, ni a Aguirre ni a mí se nos había
ocurrido que, puesto que ninguno de los dos conocía al otro, alguno
debía llevar una señal identificatoria, y ya estaba empezando a
esforzarme en imaginar cómo sería Aguirre, con la sola ayuda de la
voz que una semana atrás había oído al teléfono, cuando se detuvo
ante mi mesa un individuo bajo, cuadrado y moreno, con gafas, con una
carpeta roja bajo el brazo; una barba de tres días y una perilla de
malvado parecían comerle la cara. Por alguna razón yo esperaba que
Aguirre fuera un anciano calmoso y profesoral, y no el individuo
jovencísimo y de aire resacoso (o quizás excéntrico) que tenía
ante mí. Como no decía nada, le pregunté si él era él. Me dijo
que sí. Luego me preguntó si yo era yo. Le dije que sí. Nos
reímos. Cuando vino la camarera, Aguirre pidió arroz a la cazuela y
un entrecot al roquefort; yo pedí una ensalada y conejo. Mientras
esperábamos la comida Aguirre me dijo que me había reconocido por
la foto de la contraportada de uno de mis libros, que había leído
hacía tiempo. Superado el primer espasmo de vanidad, rencorosamente
comenté:
-¿Ah,
fuiste tú?
-No
entiendo.
Me
vi obligado a aclarar:
-Era
una broma.
Yo
estaba deseoso de entrar en materia, pero, porque no quería parecer
descortés o demasiado interesado, le pregunté por el programa de
radio. Aguirre soltó una risotada nerviosa, que desnudó sus
dientes: blancos y desiguales.
-Se
supone que es un programa de humor, pero en realidad es una
gilipollez. Yo interpreto a un comisario fascista que se llama
Antonio Gargallo y que redacta informes sobre los entrevistados. La
verdad: creo que me estoy enamorando de él. Naturalmente, de todo
esto en el ayuntamiento no saben nada.
-¿Trabajas
en el ayuntamiento de Banyoles?
Aguirre
asintió, entre avergonzado y pesaroso.
-De
secretario del alcalde -dijo-. Otra gilipollez. El alcalde es un
amigote, me lo pidió y no supe negarme. Pero en cuanto acabe esta
legislatura me largo. Desde hacía poco tiempo el ayuntamiento de
Banyoles estaba en manos de un equipo de gente muy joven, de Esquerra
Republicana de Catalunya, el partido nacionalista radical. Aguirre
dijo:
-No
sé qué opinará usted, pero a mí me parece que un país civilizado
es aquel en que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la
política.
Acusé
el «usted», pero no me descompuse, sino que me lancé sobre el
cable que me tendía Aguirre y lo cogí al vuelo:
-Exactamente
lo contrario de lo que pasaba en el 36.
-Ni
más ni menos.
Trajeron
la ensalada y el arroz. Aguirre señaló la carpeta roja.
-Le
he fotocopiado el libro de Pascual.
-¿Conoces
bien lo que pasó en el Collell?
-Bien
no -dijo-. Fue un episodio confuso.
Mientras engullía grandes
bocados de arroz empuja dos por vasos de tinto, Aguirre me habló,
como si considerara indispensable ponerme en antecedentes, de los
primeros días de la guerra en la comarca de Banyoles: del fracaso
previsible del golpe de Estado, de la revolución consiguiente, del
salvajismo sin control de los comités, de la quema masiva de
iglesias y la masacre de religiosos.
-Aunque ya no esté de moda,
yo sigo siendo anticlerical; pero aquello fue una locura colectiva -apostilló-. Claro que es fácil encontrar las causas que la
explican, pero también es fácil encontrar las causas que explican
el nazismo... Algunos historiadores nacionalistas insinúan que los
que quemaban iglesias y mataban curas eran gente de fuera,
inmigrantes y así. Mentira: eran de aquí, y tres años después más
de uno recibió a los nacionales dando vivas. Claro que, si
preguntas, nadie estaba allí cuando pegaban fuego a las iglesias.
Pero eso es otro tema. Lo que me jode son esos nacionalistas que
todavía andan por ahí intentando vender la pamema de que esto fue
una guerra entre castellanos y catalanes, una película de buenos y
malos.
-Creí
que eras nacionalista.
Aguirre
dejó de comer.
-Yo
no soy nacionalista -dijo-. Soy independentista.
-¿Y
qué diferencia hay entre las dos cosas?
-El
nacionalismo es una ideología -explicó, endureciendo un poco la
voz, como si le molestara tener que aclarar lo obvio-. Nefasta a mi
juicio. El independentismo es sólo una posibilidad. Como es una
creencia, y sobre las creencias no se discute, sobre el nacionalismo
no se puede discutir; sobre el independentismo sí. A usted le puede
parecer razonable o no. A mí me lo parece.
Javier
Cercas, Soldados de Salamina, Tusquets Editores, 2001