Pàgines

algunes de les coses que em ballen pel paraigua

diumenge, 23 d’agost del 2009

llibreter


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Melquíades le reveló que sus oportunidades de volver al cuarto estaban contadas. Pero se iba tranquilo a las praderas de la muerte definitiva, porque Aureliano tenía tiempo de aprender sánscrito en los años que faltaban para que los pergaminos cumplieran un siglo y pudieran ser descifrados. Fue él que en el callejón que terminaba en el río, y donde en los tiempos de la compañía bananera se adivinaba el porvenir y se interpretaban los sueños, un sabio catalán tenía una tienda de libros donde había un Sanskrit Primer que sería devorado por las polillas seis años después si él no se apresuraba a comprarlo. Por primera vez en su larga vida Santa Sofía de la Piedad dejó traslucir un sentimiento, y era un sentimiento de estupor, cuando Aureliano le pidió que le dejara el libro que había de encontrar entre la Jerusalén Libertada y los poemas de Milton, en el extremo derecho del segundo renglón de los anaqueles. Como no sabía leer, se aprendió de memoria la parrafada, y consiguió el dinero con la venta de uno de los diecisiete pescaditos de oro que quedaban en el taller, y que sólo ella y Aureliano sabían dónde los habían puesto la noche en que los soldados registraron la casa.

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Aureliano se fue, y no volvió a salir ni siquiera por curiosidad cuando oyó el rumor de los funerales solitarios. A veces, desde la cocina, veía a José Arcadio deambulando por casa, ahogándose en su respiración anhelante, y seguía escuchando sus pasos por los dormitorios en ruinas después de medianoche. No oyó su voz en muchos meses, no sólo porque José Arcadio no le dirigía la palabra, sino porque él no tenía deseos de que ocurriera, ni tiempo de pensar en nada distinto de los pergaminos. A la muerte de Fernanda, había sacado el penúltimo pescadito y había ido a la librería del sabio catalán, en busca de libros que le hacían falta. No le interesó nada de lo que vio en el trayecto, acaso porque carecía de recuerdos para comparar, y las calles desiertas y las casas desoladas eran iguales a como las había imaginado en un tiempo en que hubiera dado el alma por conocerlas. Se había concedido a si mismo el permiso que le negó Fernanda, y sólo por una vez con un objetivo único y por el tiempo mínimo indispensable, así que recorrió sin pausa las once cuadras que separaban la casa del callejón donde antes se interpretaban los sueños, y entró acezando enel abigarrado y sombrío local donde apenas había espacio para moverse. Más que una librería aquella parecía un basurero de libros usados, puestos en desorden en los estantes mellados por un comején, en los rincones amelazados de telaraña, y aun en los espacios que debieron destinarse a los pasadizos. En una larga mesa, también agobiada de mamotretos, el propietario escribía una prosa incansable, con una caligrafía morada, un poco delirante, y en hojas sueltas de cuaderno escolar. Tenía una hermosa cabellera plateada que se le adelantaba en la frente como el penacho de una cacatúa, y sus ojos azules, vivos y estrechos, revelaban la mansedumbre del hombre que ha leído todos los libros. Estaba en calzoncillos, empapado de sudor, y no desentendió la escritura para ver quién había llegado. Aureliano no tuvo dificultad para rescatar entre aquel desorden de fábula los cinco libros que buscaba, pues estaban en el lugar exacto que le indicó Melquíades. Si decir una palabra, se los entregó junto con el pescadito de oro al sabio catalán, y éste los examinó, y sus párpados se contrajeron como dos almejas. “Debes estar loco”, dijo en su lengua, alzándose de hombros, y le devolvió a Aureliano los cinco libros y el pescadito.

- Llévatelos -dijo en castellano-. El último hombre que leyó esos libros debió ser Isaac el Ciego, así que piensa bien lo que haces.

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García Márquez, G., Cien años de soledad, Edicioens Cátedra, S.A., Madrid 1991

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